Realizada a principios de los años noventa, aún cuando el artista vivía en Cuba, Aguas baldías (1992–94) vio la luz en un momento de profunda crisis en la Isla. El colapso de los aliados comunistas dejó a Cuba en un total aislamiento económico y político que afectó todos los aspectos de la vida y desencadenó una trágica emigración a través del mar. El Malecón de La Habana —el muro y paseo que se extiende a lo largo de la costa norte de la ciudad— se volvió el lugar en que los cubanos hacían catarsis de sus problemas cotidianos, ya fuera porque les permitía respirar aire puro, ofrecer favores sexuales a los turistas a cambio de dinero, o soñar con las tierras de allende los mares. Rápidamente, esta área de la ciudad se volvió un motivo dominante en el arte cubano de la época junto con otras imágenes que hablaban de aislamiento y comunicación, migración y anhelo, sobrevivencia y muerte. La presencia del Malecón reforzaba la suerte de estar rodeados por agua.   En las fotografías en blanco y negro de Piña, planos horizontales de concreto, agua y cielo son el escenario constante de sencillas historias. Un niño congelado en el aire milisegundos antes de tirarse al agua; el agua de mar que baña el muro en un día de mucho oleaje y una mano que sostiene un hilo de pescar, son algunas de las imágenes que componen la serie.   En el título, Piña hace referencia al poema de T. S. Elliot, La tierra baldía, 1922. Sus fotografías hacen eco de la sensación de desesperación, desilusión e incertidumbre en la obra de Elliot: “…No encuentro / el ahorcado. Temed la muerte por agua. / Veo multitudes caminando en torno a un anillo. / Gracias. Si ve a la buena de Mrs. Equitone, / dígale que yo misma traigo el horóscopo: / hoy día hay que ser tan prudente…”